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Memento mori



En el 75 aniversario de la muerte de Carmen Giménez (1938-2013) y en estas fechas que recuerda a los difuntos, resulta obligado realizar alguna referencia a esta efeméride, con el relato de los que fueron sus últimos momentos, su muerte y posterior entierro.

Y es que partir de 1930 empezamos a conocer las primeras noticias sobre problemas de salud de la Vizcondesa de Termens. Los últimos años, los había pasado prácticamente encerrada en su casa de la calle Álamos de Cabra. En aquella vivienda adornada con muebles que un día fueron de palacios y con su heráldica vizcondal apostada a cada paso, se pasaba las tardes contemplando la gran fotografía del salón que le hiciera Reutlinguer. Ayudándose con el viejo bastón que uso su madre y que ahora usaba ella. Reclinada en un sofá de su salón japonés lleno de tapices y de flores oliendo a nostalgia, o delante del piano que tantas tardes interpretó sus mejores melodías en el Botánico de Sanlúcar.

Siempre que podía acudía a su misa diaria en Santo Domingo y cuando no, vendría el capellán de Termens acompañado de alguna de sus monjitas. Frente a su dormitorio rococó francés tenía dispuesto un pequeño oratorio, con mesa de altar, una hermosa pintura en cobre de la Virgen del Perpetuo Socorro enmarcada en talla sobredorada, y aquella impresionante escultura policromada de tamaño natural del Cristo de la Expiración, que parecía que te miraba, que te escuchaba.

Los últimos días de 1937 los pasó prácticamente en cama. No quería ver a nadie. Sola al cuidado de su médico, de su confesor don Antonio Povedano y de su fiel sirvienta Juana Cañero, de sus sobrinas y de su ahijada, la joven Mimi, siempre atenta. En la tarde del miércoles, 22 de diciembre hizo su último testamento ante don Manuel Sánchez González, Notario de Cabra.


A las nueve de la mañana del lunes 3 de enero de 1938, doña Carmen Giménez Flores, vizcondesa de Termens moriría plácidamente confortada con los Santos Sacramentos. En el Acta de defunción fechada el día 4 de enero de 1938, ante don Antonio González Carrera, juez Municipal y don Jesús de la Concha Moreno, secretario del mismo, se procede a inscribir la defunción en los siguientes términos:

"(...) Dª Carmen Jiménez Flores de setenta y dos años, natural de Cabra provincia de Córdoba, hija de D. José y de Dª Sierra, domiciliada en Cabra, calle Martín Belda,16, de profesión su casa y de estado: viuda de D. Luis Gómez Villavedón de cuyo matrimonio no deja hijos/ falleció en dicho domicilio el día de ayer a las nueve, a consecuencia de coma urémico según resulta de la certificación facultativa y reconocimiento practicado, y su cadáver habrá de recibir sepultura en el cementerio de esta Ciudad".

Después del obligado velatorio, el rector y cura propio de la Iglesia parroquial de la Asunción y Ángeles de la ciudad, mandó dar sepultura eclesiástica al cadáver.

Aquel cuatro de enero, era bastante frío. Las campanas anunciaban con su tañer lúgubre que aquella era misa de difunto. La comitiva llegó en buen orden a la Parroquia a media mañana.  Era un entierro de primera categoría y general de las dos  parroquias de la ciudad. Don Francisco de Paula Caballero, el oficiante, iba revestido con ornamentos de pontifical y el resto de sacerdotes con los de misa. Habían esperado a la difunta y todo su acompañamiento en la puerta del templo. El féretro fue colocado ante el altar mayor, sobre una mesa cubierta de negro, alrededor de la cual ardían seis cirios. Sobre la baranda del presbiterio se pusieron las banderas de las cofradías y asociaciones piadosas con corbatas negras. A la derecha del ataúd la bandera de la Virgen de la Sierra, también de luto, a pesar de su multitud de colores tan alegres en otros momentos. Delante del cadáver se instalaron las numerosas coronas de flores, con sus reveladoras fragancias a muerto.

En los primeros bancos se encontraban, el señor alcalde provisional y director del Instituto don Ángel Cruz Rueda y señora, y el resto de la corporación municipal; el comandante de la Guardia Civil, don Francisco López Pastor; el juez  don Antonio González Carrera y señora y, por supuesto, toda la familia y las monjas de la comunidad de las Hijas de San Vicente de Paúl, que recibirían los testimonios de pésame y sentimiento. En el resto de los bancos muchas mujeres arrodilladas o sentadas, y de pie los hombres.

Terminado el ceremonial salió el cortejo fúnebre con dirección a la Fundación Escolar Termens, mientras las campanas repetían su triste sonar. Encabezaba la marcha la infantil Banda de las Escuelas del Ave María junto a los estandartes y pendones de  las cofradías, después acólitos de sotana negra y roquete blanco con la cruz de las parroquias y a cada lado otros con ciriales. Tras ellos seguían los sacristanes y  otros acólitos con incensarios que balanceaban esparciendo volutas de humo olorosas a resina y a mirra.

A continuación el lujoso ataúd que encerraba el cuerpo difunto que fue sacado de la iglesia a hombros de servidores de su casa y personas que se disputaban el honor de portar sus restos mortales. Sobre el ataúd cubierto con la bandera de la Virgen de la Sierra pendían cuatro lazos que llevaban los señores don José Amo Santiago, don Manuel Mora y Aguilar, don Santiago Garrigó Mompol y don Antonio Prieto Mendoza; los señores don Rafael Moreno la Hoz y don Juan Cruz Vílchez eran portadores de las llaves del panteón.

Con el féretro iban cinco sacerdotes con capa musitando las oraciones pertinentes y detrás las numerosas coronas que habían enviado el Ayuntamiento, asociaciones y personalidades; seguida de un numeroso grupo de personas acompañantes entre ellas más de doscientos pobres de la ciudad y una veintena de ancianos del asilo, a cada uno de los cuales se les había dado por asistir una peseta, un pan y una vela que traían encendida desde la iglesia. 

Y después el duelo, con la presencia de hermanos mayores de las cofradías; familiares y autoridades, con el Alcalde, Juez de Instrucción, Párroco de la Asunción, Comandante de la Guardia Civil, Fiscal Municipal y el Registrador de la propiedad. Cerrando la marcha la Banda Municipal de Música.


El fúnebre cortejo caminaba en un impresionante silencio, al llegar a la artística verja de la Fundación Termens, la comitiva se giró buscando la mirada del Sagrado Corazón de piedra que corona la columna situada en la fachada principal, pero no estaba. La efigie de piedra que tallará el escultor granadino Navas Parejo se había desmontado de su emplazamiento para preservarlo de la guerra. Y aún sin Él, se rezó un sentido responso. “Señor, ten piedad, Cristo, ten piedad, Señor, ten piedad...” Después la procesión fúnebre se dirigió hasta alcanzar la cuesta que llaman del Garrote en el camino de Rute, camino del cementerio de San José.

Al legar al campo santo la muchedumbre aguardaba el cadáver que fue depositado en la capilla del bellísimo mausoleo levantado por Benlliure y donde se le cantó la Vigilia de difuntos y otro responso. 

A la finalización del sepelio los acompañantes se despidieron de los doloridos, en especial de don Manuel Megías Rueda y de don José Tavira Giménez. Las llaves de la capilla fueron entregadas posteriormente a Sor Emérita, la Madre Superiora de las monjas de san Vicente de Paúl, profesoras del Colegio de Termens.

Y aunque Carmen Giménez había ordenado en su testamento que a su muerte su cuerpo, vestido con el hábito de la Orden del Carmen, fuera enterrado en el sarcófago de su mausoleo de Cabra, trasladado años antes desde el cementerio municipal hasta la capilla del grupo escolar Termens; está circunstancia no se cumpliría en aquel momento.

La normativa a este respecto era clara: “No se permitirán por ningún motivo, sepultar cadáveres en las Iglesias o Conventos, ni en panteones, dentro ni fuera del poblado” (Artículo 5º del Reglamento del Cementerio Municipal de Cabra).

A pesar de que contaba con el permiso concedido por Su Santidad y el Obispo de Córdoba para que sus restos mortales descansaran en su monumento marmóreo de la Fundación Termens, su deseo no se cumpliría, finalmente, hasta seis largos años más tarde…

La vida bohemia de Louise Chardonnet, Fernand Laffitte y Antonio de Orleáns


Hacia 1914, Antonio de Orleáns iniciaría una nueva relación sentimental y en esta ocasión sería con una bella parisina llamada Louise Chardonnet. Una nueva y última, que sepamos, amante, a quien terminaría montando una lujosa residencia en la rue Rembrandt de París; para posteriormente, cederle tres de sus fincas de Bolonia, valoradas en más de cuatro millones de pesetas y numerosos cuadros y joyas de valor incalculable.

El Infante conoció a mademosille Chardonnet en un restaurante del bohemio barrio de Montmartre. Y dicen los que los conocieron en aquellos días, que al poco tiempo de tratarse, ella empezó llamarle “Tony” y le elegía sus pijamas, mientras que él la llamaba “bella Lulú” y le hacía regalos continuamente.

Para mantener ese tren de vida y poder agasajar a “la Chardonnet”, como empezaron a llamarla en el entorno del infante, don Antonio llegó a solicitar cinco millones de francos en préstamos.

Sus formas de proceder eran muy parecidas a la de los primeros años de relación con Carmela, la Infantona, si acaso, agravado por un acusado deseo por obsequiar a su joven amante y por la reacción diferente por parte de los hijos del Infante, que al ser ya mayores, empiezan a prever sus negativas consecuencias.


En el mismo club nocturno parisino de Montmartre que era uno de los establecimientos favoritos de la Chardonnet y del príncipe Antonio, hizo su aparición un tercer personaje, Fernand Laffitte.

Laffitte era un francés inteligente y audaz,  que conocería a la peculiar pareja y que fue capaz de enamorar perdidamente a la voluble Louise y, al tiempo, trabar una profunda amistad con el propio Infante.  De esta forma nació un triángulo de afectos, que llevó al casamiento de la Chardonnet con el apuesto Laffite, al tiempo que seguiría compartiendo su “íntima amistad” con el duque de Galliera.

Fernand Laffite, era lo que llamaríamos hoy un “latin lover”, un tipo alto y apuesto, de mirada penetrante, cabello oscuro  y facciones fuertes.  Louise Chardonnet  se vestía a la moda y de joven llegó a ganar un premio a la chica más bonita de Francia. El infante Antonio se divertía enormemente con sus dos nuevos amigos, que se convirtieron en íntimos. El príncipe de Orleáns aburrido de la vida cortesana se mostraba encantado con aquella vida bohemia parisina. Y después de la tercera botella de champán, el Infante era capaz de desprenderse de cualquier tesoro familiar en favor de la Bella Lulú.

Entre los regalos que recibió la bella Lulú de su principesco amante dicen que se encontraban un Murillo, dos Tintoretto, alrededor de media docena de obras de Goya, un Barrington, un Watteau y varios Denechaud. Algunos de estos cuadros, valiosísimas obras de arte se venderían para sostener aquella extravagante vida que los conduciría por distintas peripecias y escándalos que próximamente les reseñaremos….